DASEIN

 

Es un término alemán que refleja el “estar siendo” / “ser-ahí”

El filósofo Martin Heidegger lo usó para caracterizar la existencia del ser en el mundo.

 Abrí los ojos hace unos segundos. Me hallé en medio de un camino de tierra inmenso, largo y sin destino aparente. Mis ojos me pican por las ramas de pinos a orillas del camino. Más al fondo hay montañas completamente nevadas. Me invade una terrible jaqueca, es un puntazo que ingresa dentro de las pupilas de mis ojos, atraviesa mi sien, ingresando por la corteza, terminando por el cerebelo, y se libera por la columna vertebral.

Mi cuerpo tiembla, estoy transpirado, mojado, pegajoso. Siento que me voy a pegar contra una superficie de este territorio extraño. Me cuesta describir lo que siento. Escucho sonidos de pasos que no son míos cuando intento caminar. La angustia es muy profunda. Quiero caminar. ¡Yo sé caminar! No puedo pronunciar palabras ni conectar sílabas en mi mente.

No sé quién es este ser que soy ahora mismo. Grito sin parar, pero es el silencio lo que sale. ¡No es posible! Yo sé las palabras, las he aprendido una vez, en aquel tiempo, en aquel lugar.

Caigo de rodillas al suelo. Esta vez, las primeras palabras van llegando a mi cerebro hasta mi boca de forma tan veloz que apenas puedo ser consciente de ello. Vocifero en voz alta y con tenacidad:

 — ¿Dónde estoy? ¿Soy? ¿Existo? Por favor, ayúdenme.

Unas carcajadas se hacen ecos de mis apuradas primeras palabras. Una persona vestida de traje austero, apoyada en uno de los pinos, me mira fijo, pero no de forma acosadora ni vanidosa. Su mirada me tranquiliza. Esos ojos… esos hermosos ojos… Puedo ver en ellos las montañas reflejadas. Da unos pasos y se para a unos centímetros de mí.

—Sos el deseo de alguien más, tal vez de una sola persona o de un par, o de muchas. Sí, de muchas, porque la arrogancia trasciende los límites de otros y tratan de imponer deseos. ¿Oscuro, no?

La persona me ayuda a levantarme. Tartamudeo un poco.

—Pero yo no… no… no quiero estar acá.

—Segundos después, mi cabeza arroja el primer pensamiento que me asusta mucho—. Pero… tampoco sé dónde quiero estar.

—Uf… esa es la pregunta que todos se hacen.

—¿Qué te sorprende? —contesté.

—El dónde estoy y el adónde quiero estar es una de las incógnitas más recurrentes de los seres. Vení, caminemos un rato. No tenemos mucho tiempo. Solo te puedo acompañar unos kilómetros.

Por unos minutos ambos caminamos en silencio, sintiendo lo que esa naturaleza nos daba. Los pinos se desdibujaban, perdiéndose en manchas verdes. Las montañas nevadas se alejaban cada vez más, cambiando de estaciones en tan solo segundos. La persona junto a mí rompe el plácido silencio:

—Te puedo decir que serás un ser en el tiempo, pero ahora no sos nada.

—Perdón, ¿un qué?

—Un ser que está en el presente constante. Algo que existe. Existencia.

—Una sustancia unívoca y no múltiple, al mismo tiempo finita. Con atributos únicos en el orden natural —contesté, con sorpresa de lo que había dicho—. ¿Cómo sé esto? Porque lo acabo de decir con total seguridad.

—Son cosas que uno sabe por naturaleza. Algo innato.

Nos frenamos en medio del camino, nos miramos un poco, sonreímos. Vuelvo a ver las montañas reflejadas en sus ojos. Me da la mano y se retira.

—Nunca te vas a perder si seguís derecho.

El ser se pierde entre los pinos que vuelven a tomar su forma. Continúo mi camino observando. Este empezó a cambiar vertiginosamente frente a mi vista. El paisaje revela una transformación: las montañas ahora son volcanes en erupción. Una nube de cenizas cubre el camino. El color del atardecer se mezcla con los ingredientes naturales del suelo, creando un cuadro surrealista hermosamente rojizo.

Me adentro en la nube y me encuentro con una persona tendida en el suelo con los ojos cerrados, con la cara negra producto de las cenizas. Me acerco lento hacia ese cuerpo que tampoco respira bien. Ya a unos centímetros, lo toco con la punta de mi pie derecho. Se despierta dando una bocanada de aire. Le falta oxígeno. De inmediato, llevo a ese ser fuera de la nube. Se tranquiliza un poco, recupera el respirar normal.

—¿Vos quién sos? —le pregunto.

—Uhh… cómo estás con el que quién soy y quién sos. Ya te dijeron qué sos. Acá todos somos seres del tiempo. No molestes más con eso.

Trago mi propia bilis, abro bien los ojos, sentí por primera vez una vergüenza e incomodidad.

—Palabras —me lo dice sonriendo y como si se le hubiera ocurrido una idea.

—Entonces, si te cómo, me vas a resultar placentero…

¡Ay! ¿Qué acabo de decir? Esto de pronunciar lo primero que se me viene a la mente puede sonar muy raro, mejor me callo. Da vuelta su cabeza y me mira de forma seria.

—Quiero que me des palabras. Necesito terminar mi obra y preciso ideas. Ahora que estás un poco más apalabrado, ayudame.

 Saca de su bolsillo un pedacito de papel y un lápiz. Me pide que escriba en él unas cuantas palabras en secreto, lo doble y se lo meta en la boca. Hago lo que me dice. Se traga el papel con las palabras. Larga un eructo.

—¡Apa! Lindas palabras, lindos condimentos para mi obra.

Se para, se limpia un poco la cara con una parte de sus prendas.

—Andá con cuidado. Cada personaje te podés encontrar acá. Que sigas bien tu andar. Adiós, ser del tiempo.

El ser se aleja de mí. No sé qué pensar de este encuentro. Mejor no pienso nada, desde que empecé a pensar me duele la cabeza a martillazos. Descansé un rato sentado en un tronquito de madera y continué mi camino. Esta vez me invadió una sensación de intriga, misterio. El humano, por naturaleza, desea saber. ¿Saber qué? ¿Saber amar?

Mi siguiente destino es ese volcán inmenso, antes montaña. Con la noche acompañándome, me acerco lo que más puedo a la boca del mismo. Allí hay una persona sentada junto a un telescopio, observando las estrellas. El volcán ya no está más en erupción, ni hay nubes de cenizas ni nada que impida ver la vastedad de esta noche estrellada.

Ese ser del tiempo enigmático se percata de mi presencia.

—Ey, vos, vení. No le tengas miedo a lo nuevo —me lo dice, señalando hacia arriba—. Qué vida tan efímera tenemos, ¿no? Comparada con esta majestuosidad.

Pongo mi ojo en ese aparato y soy testigo de eventos que ni mi imaginación podría describir.

—Y decir que solo se conoce un ínfimo porcentaje de todo eso.

—Es algo infinito, estimado ser —me responde la persona del telescopio—. O por lo menos eso se piensa hasta el momento.

El interior del volcán se pone todo negro, se vacía de lava en un instante. Miro hacia el interior y solo hay oscuridad. De a poco van apareciendo estrellas, nebulosas, estrellas fugaces. Todo lo que ocurre arriba está ocurriendo de la misma forma, pero al revés, en el interior de ese volcán.

—Abajo es arriba y arriba es abajo. Así en la tierra como en el cielo.

Estás al borde de las puertas de la percepción. Cuando percibas, vas a conocer bastante. Miro por última vez a ese ser, le sonrío y me arrojo al interior del volcán. Mi cuerpo va perdiendo peso. Me siento liviano. La gravedad hace lo suyo en caída libre hacia esas nebulosas. Me empapo al atravesar algunas.

Sigo cayendo más y más, hasta llegar a un plano de cuerdas que se hunden como una red. Sigo aún más y me adentro en una estructura de recámaras que parecen un laberinto interminable. Mi cuerpo se va deshaciendo, decrece, me transformo en átomos, en algo tan irrisorio y ridículo que soy algo más del montón. Escucho muchas voces a coro. Está oscuro.

Mis ojos no perciben luz alguna, pero mi cuerpo siente mucho calor. Otra vez la masa pegajosa toma mi cuerpo, que está en el aire. Siento cómo mis manos se cierran en forma de puño. Siento mis brazos, siento mis hombros, siento mi cabeza y cuello, mi columna vertebral y mis piernas que se van alargando.

Unas manos me toman y me deslizan a un lago. Nado entre ellas. El agua está fría. Una luz emerge desde lo profundo. Muchas piedras a mi alrededor. Me encuentro nadando en el agua, que ahora es tibia. Muchos seres alrededor mío nadan a mi par. A lo lejos, un ser me observa acostado en una piedra.

—¿Te dejarán salir?

Voy nadando hacia él y no puedo. Me toman las manos, los pies.

—¿Te dejarán hablar?

—Hola…

Automáticamente me tapan la boca varias manos y toman mi cuerpo desde mis piernas. A mi pesar, creo que mi existencia, que me han dicho que podría existir, posiblemente acabe en estas manos equivocadas. Muchas manos equivocadas ya existen.

—¿Te van a dejar pensar?

Las manos me ahogan y me llevan a lo profundo. Me estoy ahogando. No puedo respirar. Pero no puedo dejar de pensar. ¿Qué me está pasando? ¿Dónde estoy? ¿Dónde caí? ¿Qué es esto? ¿Quiénes son?

Me han llevado a lo profundo. ¿Cómo es que sigo respirando? Me sueltan. El agua se mete en mis pulmones. Camino y estoy en una cueva rocosa. La piedra es de color rojo oscuro. Algunas pictografías de inicio de la humanidad están plasmadas en el lugar. Murmullos de antiguas civilizaciones habitan aquel sitio. Un caballo que parece moverse, un búfalo, una diosa madre en el techo de la bóveda natural.

Freno al ver tal magnífica catedral.

—¡Madre!

Una imagen se proyecta sobre la roca. Es una sombra. Me aproximo a ella, miro a la derecha y encuentro la salida. Es un árbol hermoso que me espera para que le ponga palabras… o quizás mi nombre.


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